La venganza del cinematógrafo, 1912

Detrás de cada pequeño paso que da la humanidad —cada descubrimiento, hazaña o incluso gran tragedia— suelen estar las huellas de personas muy raras. Conozcan a Vladislav Starévich (Moscú, 1882 – Fontenay-sous-Bois, 1965): su nombre probablemente no les suena de nada, no se ha vuelto una marca ni un ícono, y no voy a ponerme a exagerar y a decirles que le debemos muchísimo porque la verdad es que tampoco inventó la penicilina ni nada por el estilo. Ni siquiera estoy seguro si deba decirse formalmente que Starévich inventó algo. Pero en definitiva creó algo, y ese algo es una parte importante y hoy bastante empolvada (a menos que sean especialistas en el tema) de la historia de un campo que apasiona con locura a millones de personas de mi generación, la cual no es precisamente conocida por apasionarse fácilmente: el cine de animación.

El primer cortometraje de animación tal y como la conocemos actualmente (es decir, cinematográfica) surgió en 1906, obra del anglo-estadounidense J. Stuart Blackton, y se titula Humorous Phases of Funny Faces. Pueden verlo debajo de este párrafo. Ese furor híbrido entre creación y ciencia que distingue los principios del siglo XX queda patente en el hecho de que tan sólo seis años después, en 1912, la técnica cinematográfica hubiera avanzado lo suficiente como para permitirle a Starévich llevar a cabo sus fantasías de científico loco. No uso el término “científico” a la ligera: uno de los aspectos más apasionantes de los primeros años de esa construcción técnico-cultural que hoy llamamos cine es la diversidad de su reparto, lo variopinto de los trasfondos que vieron surgir a los pioneros de la disciplina. ¿Quién es un cineasta en un mundo donde el cine todavía no existe del todo? Pues todo mundo podría serlo, en teoría. Hasta Starévich, otrora director del modesto Museo de Historia Natural en Kaunas (hoy Lituania) antes de convertirse en uno de los apóstoles del stop-motion. Todo en el transcurso de un año, parece ser.

Fue apenas en 1910 cuando Starévich devino director del museo; seguramente lo eligieron en buena parte por sus frescas ideas sobre mercadotecnia, pues de inmediato se le ocurrió que unos cuantos cortometrajes atraerían público a la institución. Filmó cuatro, en live action. Luego quiso hacer un quinto; allí es donde la puerca torció el rabo. Se proponía captar una batalla entre escarabajos macho, pero encontró que los animales morían invariablemente al encender las luces del improvisado set fílmico. Casi puedo asegurar que allí es donde ustedes y yo nos habríamos rendido, o quizá hubiésemos decidido contratar un dibujante y usar las técnicas de animación pictóricas de Blackton para reproducir la escaramuza. De haberlo hecho así, Starévich seguiría siendo considerado un pionero de la animación, si bien Émile Cohl ya había dado a luz, en 1908, al primer corto completamente animado, Fantasmagorie.[1] Pero Starévich, dicen, vio otro filme de Cohl —Les allumettes animées (1908)—, y de allí se le ocurrió intentar su idea de nuevo, pero con stop motion. Sigue leyendo

Bob Dylan: la música viaja, la poesía se queda en casa

Tim Parks
The New York Review of Books, 16 de octubre de 2016

 

Nadie ha sido un crítico más feroz del Premio Nobel de Literatura que yo. No tanto por las decisiones que toma, si bien algunas (Elfriede Jelinek, Dario Fo) han sido verdaderamente desconcertantes; más bien por la ridiculez de la idea de que un grupo de jueces suecos, siempre los mismos, de algún modo consigan comprender la literatura proveniente de toda una miríada de culturas y lenguajes distintos o de que alguien, quien sea, pueda dictar con sensatez quienes son los mejores escritores de nuestros tiempos. ¿Los mejores para quién? ¿Dónde? ¿Acaso todas las obras encajan con todo mundo? El Nobel de Literatura es un accidente de la historia, dependiente del vasto patrimonio que alimenta su bolsa de un millón de dólares. Más que cualquier otra cosa, lo que revela es el deseo colectivo —al menos el de Occidente— de que haya ganadores y perdedores y, a nivel global, de que se construya una historia acerca de quiénes son los grandes de nuestra era, a pesar de la imposibilidad de llevarla a cabo de manera convincente.

En ocasiones incluso he pensado que el premio ha tenido una influencia perversa. El mero pensamiento de que hay escritores quienes de verdad escriben con él en mente, que ajustan su trabajo y sus relaciones en aras de lucir algún día los laureles, es genuinamente perturbador. Y todos estamos conscientes, claro, de esa triste figura del gigante literario que se queda con las ganas en sus últimos años porque, sin importar los otros reconocimientos, la Academia Sueca nunca llamó a su puerta. Estarían mejor si el premio no existiera. En cuanto a los periodistas, uno podría decir que entre más se preocupan por el premio, menos se interesan por la literatura. Sigue leyendo

No todo merece un ensayo (#1)

I – No todo merece un ensayo

Estoy atrapado entre la espada y la pared, y esto es así como mi vigésimo intento de escapar, de lograr ser claro y productivo como pienso, creo, me han dicho, que la gente exitosa debe ser. No soy una persona con muchos amigos cercanos, e incluso los que tengo quizá no me sientan a mí como cercano —suelo mantener mis emociones amuralladas lejos de la gente. Así las cosas, les diré a qué me refiero, porque aunque para mí esto es el pan de cada día, puede que sea algo que ustedes no conocen. Son dos cosas, como ya adivinarán por lo de la espada y la pared. La primera, tengo muchas ideas. La segunda, estoy eternamente bloqueado para llevarlas a cabo.

La razón, he concluido, es que soy excesivamente ambicioso y lacerante conmigo mismo. Nada de lo que hago cumple con mis propios estándares de dios olímpico. Y esto no es sano. Pero también, como corolario trágico, me resulta imposible tolerar la petulancia de cualquier tipo de psicólogo o terapeuta psíquico, así que voy a tratar de solucionar la cosa, al menos medianamente, por otros medios.

La idea de este proyectito es, como su nombre lo indica, la noción de que no todas las ideas tienen que ser desarrolladas hasta el hartazgo para ser valiosas. Se las puede achicar, comprimir en cápsulas, dejar una simple constancia de ellas y seguir adelante sin perder el sueño porque ya siente uno la fatiga de la investigación y la carga de bibliografía que se le viene encima con la escritura de un texto largo. Además, comprimir las ideas tiene la ventaja adicional de ser un mapa para el escritor olvidadizo: una vez puestas estas ideas sobre la mesa, aunque sea en forma primitiva, se puede regresar a ellas cuando uno quiera y expandirlas cuando el tiempo y la voluntad alcancen. A lo mejor, si hay suerte, hasta surja una especie de orden a partir del desbarajuste.

Van, entonces, cuatro cápsulas, cuatro esbozos…
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